La leyenda más popular de Quito, donde se pone en evidencia, la pugna permanente entre el bien y el mal, es decir, entre la inteligente sagacidad de un indígena, y el amenazante condicionamiento del diablo.
Cuenta una vieja leyenda, que hace mucho tiempo atrás, vino a vivir a este convento franciscano de Quito, un muchacho de apenas unos 18 años, que había sido entregado por sus progenitores para someterlo a una vida conventual, con la esperanza de que así pueda corregir su indisciplinada e irrespetuosa existencia. Se llamaba Benjamín, tan intolerante fue su actitud, que no tardó en cometer sus fechorías, burlas, e irrespetos a los frailes del lugar. Los religiosos, que eran en presencia un gran número, con el tiempo agotaron su paciencia, tanto que decidieron condicionar al joven irreverente, decidiendo encerrar a Benjamín en un cuarto, pequeño y oscuro, llamado de la “clausura” que está en la sacristía de la iglesia. “Le encerramos en este lugar con la esperanza de que pueda meditar sobre sus actos poco deseables, así que también, le rogamos, considere cambiar su mala actitud, esperamos que así sea, porque de lo contrario, que Dios se apiade de usted, porque si luego de pasar penitencia en este cuarto, no rectifica su vida, sería mejor que nunca salga de este lugar”. Sentenció un padre. El chico, sin importarle la arenga, y con palabrotas y burlas, se dispuso a entrar en el cuarto de la clausura, amenazando a los frailes que cuando saliera de allí, seguiría siendo el mismo. Pasaron las horas, y así un par de días, y los frailes, que eran muchos, descuidaron que habían encerrado al infortunado muchacho en aquel cuarto oscuro, cuando al fin advirtieron que se les había pasado el tiempo, fueron de inmediato a buscarlo, y cuando abrieron la puerta sellada, se encontraron con una escena fatal, el joven Benjamín había desaparecido, se vio únicamente en el piso, su hábito y sus sandalias. La única explicación que se dieron los frailes, fue que el mal comportamiento del Fraile Benjamín finalmente encontró la sentencia de su alma.
Es la historia antigua de un mozo quiteño, de muy buena pinta, que por la ceguera provocada por los celos, cometió el asesinato del amante de su adorada esposa. Don Leandro se llamó en vida, quien fue devorado por las tinieblas del arrepentimiento, no existía dolor comparable al que penetró en el corazón cuando se dio cuenta de su horrendo crimen.
Un cruel remordimiento azotó su espíritu, por lo que decidió que la penitencia y el cilicio lavarían poco a poco la sangre de su conciencia y lo libraría de la humana justicia. El grandioso templo franciscano se dibujó en su mente como efectivo refugio, al que se dirigió en rápida carrera, allí encontró un espacio temporal para calmar su angustia. Entonces empezó para Leandro la vida expiatoria, con todo el cortejo de lágrimas, oraciones y ayunos, pero nada lograba calmar su atormentada alma.
Hasta que una noche, en que se había quedado más de lo acostumbrado en la gradería del altar, oyó un ruido, como un murmullo doliente de voz que salía de la sacristía. ¡Miró y quedó muerto de terror!… Una mano negra, de largos dedos, que fingían cortada en la muñeca, le llamaba con movimientos persistentes… la mano salía por la puerta de la sacristía, y en su mudo y misterioso lenguaje parecía que le invitaba a seguirle… la fuerte emoción produjo un desmayo en Don Leandro. Al día siguiente le hallaron los frailes como un moribundo recostado en las gradas del altar.
Desde esa aparición misteriosa de la mano negra, le atormentaba la inquietud de saber… ¿Qué significaba aquello?… ¿Era perdón o castigo de sus actos impuros?Conocido el hecho, los frailes decidieron obligar al delincuente, como justa expiación a su crimen, que acudiera al llamado de la mano negra: entonces se sabría cuál era el sobrenatural designio.
Congregado un grupo de los más santos frailes que debían acompañar al desafortunado Don Leandro en esta experiencia misteriosa, esperaron temerosos a la pavorosa aparición, mientras que al pobre hombre todos sus miembros se sacudían escalofriantes, mientras balbuceaba palabras incomprensibles, entre las cuales sólo se podía entender: ¡Padre!… ¡Perdón!… ¡infierno!… ¡Jesús!…
Sonámbulo, trágico, con los brazos extendidos como quien va a recibir un presente, avanzó lentamente, desde la sacristía hasta el patio del convento. Al final de uno de los corredores, existía un aposento que había permanecido cerrado durante muchos años, y cuyos cerrojos enmohecidos eran imposibles de correr. Los frailes de entonces, jamás habían entrado a ese recinto y con gran espanto y sorpresa vieron como las puertas giraban suave y silenciosamente hasta abrirse.
El atemorizado Don Leandro se detuvo entonces, pero ante una señal imperiosa y enérgica de la misteriosa mano, avanzó desfalleciente y pasó el umbral de la puerta… Mas apenas pisó los azulejos que pavimentaban el aposento, volvieron las puertas a cerrarse, con la misma suavidad misteriosa con que se abrieron… Aterrados los frailes pasaron la noche en oración. A la siguiente mañana fue imposible abrir las puertas: el moho de tantos años lo impedía… tiempo y esfuerzo fueron necesarios para que los frailes pudieran entrar. El aposento era amplio, sin ninguna venta, ni comunicación visible con otro cuarto, sin embargo, el parricida no estaba allí… tétrico, oscuro, aparecía todo en completa soledad. Sin embargo, allá al fondo… en las paredes húmedas cubiertas de piedra y negro barro, se veían las huellas calcinadas de algún fuego que se había encendido en el muro…
En algún tiempo muy remoto, sucedió en el Convento de San Francisco, un evento extremadamente extraño. Fue en una noche que lloviznaba, en la que la luz de un farol destacaba la Portería del Convento. De pronto, frente a la Capilla de Cantuña, dos siluetas pusieron sus plantas en el ancho pretil. Fueron avanzando poco a poco hacia la portería, hasta cuando con la claridad del farol, se divisaban sus caras pálidas y somnolientas, entraron a la Portería y tocaron la campana de llamada. Un momento después, un hermano abrió la ventanilla y dijo: Ave María Purísima! Quién es? Yo Fray Carlos, contestó. Ah! Es su Reverencia! Y el hermano Julio? Aquí está conmigo, continúo con voz lánguida, al mismo tiempo que dejaba escapar un olorcito de un anisado muy popular que había en ese tiempo. Pero vienen bastante tarde! Cállate majadero y abre la puerta! Chirriaron los goznes de las pesadas puertas que giraron dejando un corto trecho, para que entraran los frailes, quienes tenían fama de andariegos y dicharacheros. Ambos penetraron cargados de sueño, y cansados por el recorrido nocturno, precisamente cuando el reloj de la torre sonaba las dos de la mañana. Adentro en los claustros del convento, los faroles estaban apagados, reinando una obscuridad tenebrosa. El silencio era completo y sólo cuando Fray Carlos y el hermano Julio se dirigieron a sus celdas, se oyeron pasos lentos cuyo eco repitieron pesadamente las arquerías cercanas. De pronto, cuando iban a franquear la gradería de piedra que debía conducirles a sus celdas, al fin de un corredor estrecho, oyeron algo como un gemido profundo, prolongado, como de una persona que padecía un sufrimiento eterno. Luego escucharon el sonido de cadenas que parecían que eran arrastradas con dificultad. Los frailes reaccionaron de la trasnochada, y escudriñaron sorprendidos el sitio de donde salían los ruidos; pero la obscuridad no dejaba percibir nada. Estará alguien enfermo? Se preguntaron. Seguimos entonces a nuestras celdas? Mejor esperemos un ratito más, porque a decir verdad siento…. un poco de miedo. Oh! Qué demonios! Vámonos a nuestras camas que es lo mejor que podemos hacer! Tal vez sea algún lego que quiere darnos mal rato y… Y cuando el fraile quiso subir la primera grada, a lo lejos fue encendiéndose una luz fosforescente, en cuyo centro saltó una calavera haciendo una mueca sarcástica. Misericordia! Exclamó asustado el fraile. Ten piedad de mí! Continúo el hermano, y ambos sintieron un sudor helado que se apoderó de sus pecadoras humanidades. La calavera tomó movimiento y empezó a dar saltos pequeños chocando sus desnudos huesos sobre el embaldosado, de modo que producía un sonido hueco y horripilante. Los religiosos, yertos de espanto, quisieron salir corriendo hacia la portería, pero sintieron que no podían moverse: sus pies y sus manos estaban como atados por fuertes ligaduras. Misericordia! Balbucearon nuevamente implorando perdón por sus culpas. La calavera entonces, alargó sus saltos, hasta quedarse quieta cerca de los aterrorizados monjes, y moviendo sus secas mandíbulas con voz cavernosa y tremebunda, dijo con toda solemnidad: ¡Pulvis est in pulvere reverteris! Y como si entre los claustros envueltos en tinieblas, hubieran estado escondidos infinidad de seres misteriosos, unas voces roncas contestaron lentamente: ¡Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás! Perdón, Señor, perdón! ¡Exclamó Fray Carlos, levantando los brazos al cielo, en tanto el hermano Julio se desvanecía sobre el duro suelo. Y cuenta la tradición que al otro día, encontraron a Fray Carlos que en actitud de arrepentimiento, había muerto a los pies sangrantes del Cristo de San Francisco, y el Hermano Julio hizo voto solemne de no salir nunca ni al dintel de la Portería.
Existe un antiguo relato que habla de un milagro que aconteció en la fuente de agua del Claustro Principal del Convento de San Francisco.
Se dice que en una ocasión se realizó una procesión interna por el convento con la presencia del Santísimo, alrededor del patio.
Testigos afirman, que las afluentes de agua de la pileta, empezaron a tener un extraño movimiento, el chorro de agua se movía hacia la misma dirección que se movía la Ostia Sagrada, conocida también como el Santísimo.
Este hecho, dejó perplejos a los religiosos de convento, que miraron atónitos el comportamiento inusual del agua. Este hecho inmediatamante, fue relacionado con un prodigio, en el que se dice que la Santísima Virgen Inmaculada, que se encuentra en la cúspide de la pileta, siguió amorosamente el “cuerpo” de su Hijo amado representado en la Ostia Sagrada.